Así comienzan los recuerdos de Lucía:
«Creo tener conciencia des mis actos desde el regazo materno. Me acuerdo de como me acunaban y hacían dormir al son de varias canciones. La primera cosa que aprendí fue el Avemaría porque mi madre acostumbraba tenerme en sus brazos mientras enseñaba a mi hermana Carolina, que me seguía en edad con cinco años más que yo.
Cuando cumplí seis años mi madre pensó que estaba lista para hacer la Primera Comunión Mi alegría no tuvo limites. Amaneció por fin el día feliz. Cuando el sacerdote vino a distribuir el Pan de los Ángeles, el corazón parecía querer salirse del pecho, pero luego que posó en mis labios la Hostia Divina, sentí una serenidad y una paz inalterables; sentí que me invadía una atmósfera tan sobrenatural que la presencia de nuestro buen Dios se me hacia tan sensible como si lo viese o lo oyese con los sentidos corporales. Le dirigí entonces mis suplicas: «Señor, hazme santa; guarda mi corazón siempre puro, para Ti solo». Aquí me pareció que nuestro buen Dios me dijo en el fondo de mi corazón estas in confundibles palabras: «La gracia que hoy te es concedida permanecerá viva en tu alma produciendo frutos de vida eterna». Yo me sentía tan saciada con el Pan de los Ángeles que me fue imposible, por entonces, tomar alimento alguno. Perdí desde entonces, el gusto y atractivo que comenzaba a sentir por las cosas el mundo y únicamente me sentía bien en un lugar solitario donde, a solas, pudiese recordar la delicias de mi primera comunión.

Antes de los hechos de 1917, exceptuando el lazo de parentesco que nos unía, ningún otro afecto particular me hacía preferir la compañía de Jacinta y Francisco a la de cualquier otro niño. No sé porqué Jacinta y su hermanito Francisco tenían por mí una predilección especial y me buscaban casi siempre para jugar. No les gustaba la compañía de otros niños y me pedían que fuese con ellos junto a un pozo que tenían mis padres al fondo del huerto. Una vez allí, Jacinta escogía los juegos con que nos íbamos a entretener.

Mi madre acostumbraba, en los ratos de tertulia familiar, a contar historias: la historia de la Pasión, de San Juan Bautista, etc. Yo conocía, pues, la Pasión de nuestro Señor como una historia, y comencé a contar a mis compañeros detalladamente la historia de nuestro Señor, como yo le llamaba. Al oír contar los sufrimientos del Señor, Jacinta se enterneció y lloró. Después, muchas veces, me pedía que se la repitiese. Lloraba con pena y decía: «Pobrecito Nuestro Señor. Yo non voy a hacer nunca ningún pecado. No quiero más que Nuestro Señor sufra más».

Entretanto llegué a la edad en que mi madre mandaba a sus hijos a guardar el rebaño. Mi hermana Carolina cumplió sus trece años y era preciso que comenzara a trabajar. Mi madre me encomendó por eso este cuidado a mí. Mi tía confió a Francisco y Jacinta el cuidado de sus ovejas a pesar de que eran aún demasiado pequeños; radiantes de alegría, fueron a darme la noticia y a planear cómo juntaríamos todos los días nuestros rebaños: cada uno sacaba el suyo a la hora que le mandaba su madre y el primero esperaba el otro en el Barreiro. Así llamábamos a una laguna que estaba en el fondo de la sierra. Una vez juntos, decidíamos dónde habían de pastar aquel día, y allí íbamos, tan felices y tan contentos como si fuésemos a una fiesta.

A las ovejas nos las ganamos a fuerza de darles nuestras meriendas. Por eso, cuando llegábamos al lugar del pasto, podíamos jugar tranquilos, porque no se separaban de nosotros. A Jacinta le encantaba también coger los corderitos blancos, sentarse con ellos en su regazo, besarlos, y por la noche, traerlos en sus brazos a casa para que no se cansaran. Un día, cuando volvíamos, se metió en medio del rebaño: «Jacinta, le pregunté, ¿por qué vas ahí, en medio de las ovejas?»
«Para hacer como Nuestro Señor, que en aquella estampa que me dieron también está así, en medio de muchas ovejas y con una en los brazos».

A Jacinta le gustaba especialmente oír el eco de la voz en el fondo de las valles. Así uno de nuestros entretenimientos era, en la cima de los montes, sentados en la piedra más grande, pronunciar nombres en alta voz. El nombre que mejor resonaba era el de María. Jacinta algunas veces decía así el avemaría entera, repitiendo la palabra siguiente sólo cuando se había terminado el eco anterior. Nos gustaba también cantar. Más que cánticos profanos - que por desgracia sabíamos bastante – Jacinta prefería “Salve, Noble Señora”, “Virgen pura”, “Ángeles, cantad conmigo”.
El que más se entretenía Francisco cuando andábamos por los montes era en esto: sentado en lo más alto de las piedras cantaba o tocaba su flautín. Si su hermanita bajaba a dar conmigo algunas carreras, él se quedaba allí entretenido con sus músicas y sus cantos.

A Jacinta le encantaba ir, al anochecer, a una era que teníamos en frente de casa y contemplar la bonita puesta del sol o el cielo estrellado que le seguía. Se entusiasmaba con las hermosas noches de luna. Porfiábamos a ver quien era capaz de contar las estrellas que decíamos eran las lámparas de los ángeles. La luna era la de nuestra Señora y el sol era la de Nuestro Señor. Jacinta decía algunas veces: «Todavía me gusta más la lámpara de Nuestra Señora que no nos quema ni nos ciega y la del Señor sí».
Francisco iba con nosotras a la vieja era a jugar mientras esperábamos que nuestra Señora y los ángeles encendieran sus lámparas. Se animaba también a contarlas, pero nada le encantaba tanto como la bonita salida y puesta de sol. Mientras pudiera divisar alguno de sus rayos, no investigaba si ya había alguna lámpara encendida. «Ninguna lámpara es tan bonita como la de nuestro Señor» decía él a Jacinta que prefería la de nuestra Señora porque, decía ella, «no hace daño a los ojos». Y entusiasmado seguía con la vista todos los rayos que, reflejándose en los cristales de las casas de las aldeas vecinas, o en las gotas de agua esparcidas en los árboles o arbustos de la sierra, los hacían brillar como otras tantas estrellas, a su modo de ver, mil veces mas bonitas que las de los ángeles. Cuando no había luna pensábamos que la lámpara de nuestra Señora no tenía aceite.

Un buen día fuimos con nuestras ovejas a una propiedad de mis padres al fondo del monte llamado Cabeço. Hacia el mediodía comenzó a caer una lluvia menuda, poco más que rocío. Subimos la ladera del monte seguidos de nuestras ovejitas procurando una roca que nos sirviera de abrigo. Allí pasamos el día a pesar de haber cesado la lluvia y de haber salido el sol precioso y claro. Comimos nuestra merienda y rezamos el rosario. Terminado nuestro rezo comenzamos a jugar a las piedrecillas. Sólo habíamos jugado unos momentos cuando un viento fuerte sacude los árboles y nos hace levantar la vista para ver qué pasaba, pues el día estaba sereno. Entonces vimos que sobre el olivar se encamina hacia nosotros un joven de unos 14 o 15 años de una gran belleza, más blanco que la nieve y a quien el sol hacía transparente como si fuera cristal. Al llegar junto a nosotros nos dijo: «No temáis, soy el Ángel de la Paz. Orad conmigo». Y, arrodillándose en tierra, inclinó la frente hasta el suelo y nos hizo repetir tres veces estas palabras: «Dios mío, yo creo, adoro, espero y Te amo. Te pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no Te aman». Después, levantándose, dijo: «Orad así. Los Corazones de Jesús y de María están atentos al la voz de vuestras súplicas». Sus palabras se grabaron de tal manera en nuestra mente que jamás las olvidamos.

Pasado bastante tiempo, un día de verano que habíamos ido a pasar la siesta a casa, jugábamos encima de un pozo que tenían mis padres en el huerto y al que llamábamos Arneiro . De repente vemos junto a nosotros la misma figura, el ángel, como me parece que era, y dice: «¿Qué hacéis? Orad, orad mucho. Los Corazones Santísimos de Jesús y de María tienen sobre vosotros designios de misericordia. Ofreced constantemente al Altísimo oraciones y sacrificios».
«¿Cómo nos tenemos que sacrificar?» pregunté.
«De todo lo que puedan ofrecer a Dios un sacrificio de reparación por los pecados con que El es ofendido y de súplica por la conversión de los pecadores. Atraigan así la paz sobre vuestra patria. Soy el Ángel de su Guarda, el Ángel del Portugal. Sobre todo acepten y soporten con sumisión el sufrimiento que el Señor os envíe».
Antes de desaparecer el Ángel aclaró mejor su invitación a la penitencia y a los sacrificios: «Los sacrificios de los niños son agradables a Dios: son potentes para la conversión de los pecadores». Estas palabras del ángel se grabaron en nuestro espíritu como una luz que nos hacía comprender quien era Dios, como nos amaba y quería ser amado, el valor del sacrificio y como le era agradable; y como por atención a él convertía a los pecadores. En consecuencia, desde este momento empezamos a ofrecer al Señor todo lo que nos mortificaba pero sin discurrir ni buscar otros sacrificios y penitencias, excepto la de pasarnos horas seguidas en tierra repitiendo la oración enseñada por el Ángel.

Francisco, en la segunda aparición del Ángel preguntó, pasados los primeros momentos: «Tú hablaste con el ángel que te dijo? » «¿No lo oíste?» «No. Vi que hablaba contigo, oí lo que tú le decías, pero lo que él te dijo no sé». Le conté entonces todo lo que el ángel había dicho en la primera y segunda aparición.

Se pasó mucho tiempo y fuimos a pastorear nuestros rebaños a una propiedad de mis padres, una que queda en la ladera del monte ya mencionado, un poco más arriba de los Valiños. Es un olivar al que llamábamos Pregueira. Después de haber merendado decidimos ir a rezar a la gruta que quedaba al otro lado del monte.
En cuanto llegamos allí, de rodillas con el rostro en tierra, comenzamos a repetir la oración del ángel: «Dios mío, yo creo, adoro, espero y Te amo ... etc.» No sé cuantas veces habíamos repetido esta oración cuando advertimos que sobre nosotros brillaba una luz desconocida. Nos incorporamos para ver lo que pasaba y vimos al ángel teniendo en la mano izquierda un Cáliz sobre el cual esta suspendida una Hostia de la que caían algunas gotas de Sangre dentro del Cáliz.
El Ángel deja suspendido el Cáliz en el aire, se arrodilla con nosotros y nos hace repetir tres veces: «Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Te ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesucristo, presente en todos los sagrarios de la tierra, en reparación de los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con que El mismo es ofendido. Y por los méritos infinitos de su Santísimo Corazón y del Corazón Inmaculado de Maria Te pido la conversión de los pobres pecadores».

Después, de haber rezado y de habernos hecho repetir tres veces la misma oración se levanta, toma en sus manos el Cáliz y la Hostia; me da la sagrada Hostia a mi, y la Sangre del Cáliz la divide entre Jacinta y Francisco diciendo al mismo tiempo: «Tomad y bebed el Cuerpo y Sangre de Jesucristo horriblemente ultrajado por los hombres ingratos. Reparad sus crímenes y consolad a vuestro Dios». Postrándose de nuevo en tierra repitió con nosotros otras tres veces la misma oración: «Santísima Trinidad ... etc.», y desapareció.
Nosotros permanecimos en la misma actitud repitiendo siempre las mismas palabras y, cuando nos levantamos, vimos que anochecía y, por lo tanto, era hora de volver a casa.

Los siguientes días la fuerza de la presencia de Dios era tan intensa que nos absorbía y aniquilaba casi por completo. Parecía como si nos hubiera quitado por un largo espacio de tiempo el uso de nuestros sentidos corporales...; la paz y la felicidad que sentíamos era grande pero solo interior, el alma estaba completamente concentrada en Dios. Y al mismo tiempo el abatimiento físico que sentíamos era también fuerte.
Pasados los primeros días y recuperado el estado normal, Francisco preguntó: el ángel te dio a ti la Sagrada Comunión; pero a Jacinta y a mí ¿qué fue lo que nos dio?» «Fue también la Sagrada Comunión, respondió Jacinta en una felicidad indecible ¿No vez que era la Sangre que caía de la Hostia?»«Yo sentía que Dios estaba en mí, y no sabía como» dijo Francisco. Poco a poco aquella atmósfera fue pasando y regresamos a Jugar casi con el mismo gusto y con la misma libertad de espíritu.

El 13 de Mayo de 1917 jugando con Jacinta y Francisco arriba, en lo alto de la cuesta de Cova de lria,(en el lugar donde ahora se encuentra la Basílica ndr)queríamos hacer una pared alrededor de un matorral y vimos de repente una especie de relámpago: «Es mejor irnos a casa, dije a mis primos. Esta relampagueando y puede venir una tromba». «Si, vamos». Y comenzamos a bajar la ladera empujando a las ovejas en dirección a la carretera.

Al llegar más o menos a la mitad de la ladera, casi junto a una encina grande que allí había, vimos otro relámpago y, unos pasos mas adelante, vimos sobre una encina una Señora vestida toda de blanco, mas brillante que el sol y esparciendo luz mas clara e intensa que un vaso de cristal lleno de agua cristalina atravesado por los rayos del sol mas ardiente. Nos paramos sorprendidos por la aparición. Estábamos tan cerca que quedábamos dentro de la luz que la cercaba o que Ella esparcía. Como a metro y medio de distancia, más o menos. Entonces nos dijo nuestra Señora: «No tengáis miedo, yo no os hago daño».
«¿De donde es Usted?», le pregunté. «Yo soy del cielo». « ¿Y qué es lo que Usted quiere de mi?» «Vengo para pedirles que vuelvan aquí durante seis meses seguidos el día trece y a esta misma hora. Después les diré quién soy y lo que quiero. Y todavía volveré una séptima vez». «Yo también iré al cielo ?» «Si, vas a ir». «Y Jacinta?» «También». « ¿Y Francisco?» «También, pero tiene que rezar muchos rosarios».

Me acordé entonces de preguntar por dos jovencitas que habían muerto hacia poco. Eran amigas mías y estaban en mi casa aprendiendo a tejer con mi hermana mayor. «Maria de las Nieves, ¿está ya en el cielo?» «Si, ya está». « ¿Y Amelia?» «Está en el purgatorio hasta el fin del mundo».
Y continuó: «¿Quieren ofrecerse a Dios para soportar todos los sufrimientos que les quiera enviar en reparación por los pecados con que El es ofendido y como suplica por la conversión de los pecadores?» «Si, queremos». «Van, pues, a sufrir mucho, pero la gracia de Dios será su fortaleza». Fue al pronunciar estas ultimas palabras, «la gracia de Dios ... etc.»: cuando abrió las manos por primera vez, comunicándonos una luz tan intensa como el reflejo que de ellas se expandía. Esta luz nos penetro en el pecho hasta lo más intimo de nuestra alma, haciéndonos ver a nosotros mismos en Dios, que era esa luz, mas claramente que lo que nos vemos en el mejor de los espejos. Entonces, por un impulso interior, también comunicado, caímos de rodillas y repetimos desde lo mas profundo: «Santísima Trinidad, yo te adoro. Dios mío, Dios mío, yo te amo en el Santísimo Sacramento». Pasados los primeros momentos añadió nuestra Señora: «Recen el rosario todos los días para alcanzar la paz del mundo y el fin de la guerra».
Enseguida comenzó a elevarse serenamente subiendo en dirección al este y desapareciendo en la lejanía de la inmensidad. La luz que la rodeaba iba como abriendo un camino en el mundo cerrado de los astros. Por esto dijimos alguna vez que vimos abrirse el cielo.

Fue Jacinta quien no pudiendo contener en si tanto gozo, rompió nuestro trato de no decir nada a nadie. Cuando en esa misma tarde absortos por la sorpresa permanecíamos pensativos, Jacinta, de vez en cuando, exclamaba con entusiasmo: «Ay qué Señora tan bonita!» «Estoy viendo, le decía yo, que todavía se lo vas a decir a alguien. «No se lo digo, no» respondía «puedes estar tranquila».
Al día siguiente, cuando su hermano corrió a darme la noticia de que ella lo había dicho por la noche en casa, Jacinta escucho la acusación sin decir nada. «¿Ves? Ya me parecía a mi» le dije yo. «Tenia aquí dentro una cosa que no me dejaba estar callada», respondió con lagrimas en los ojos. «Ahora no llores; y no digas nada a nadie de lo que esa Señora nos dijo». «Ya lo dije». «¿Qué dijiste?» «Dije que esa Señora prometió llevarnos al cielo». «¡Y eso fuiste a decir!» «¡Perdóname! Ya no lo vuelvo a decir a nadie». Cuando en ese día llegamos al pasto, Jacinta se sentó pensativa en una piedra. «Jacinta, ven a jugar». «Hoy no quiero jugar». «¿Por qué no quieres?» «Porque estoy pensando. Aquella Señora nos dijo que rezáramos el rosario y que hiciésemos sacrificios por la conversión de los pecadores. Ahora, cuando recemos el rosario tenemos que rezar el avemaría y el padrenuestro enteros». Empezamos así desde aquel día a rezar el Rosario completo.

El 13 de Junio se celebraba en nuestra parroquia la fiesta de San Antonio. Mi mamá y mis hermanas, que sabían cuanto me gustaban las fiestas, me dijeron: «Queremos ver si tu dejas la fiesta para ir a la Cova de Iría a hablar con esa Señora» y mantuvieron su actitud de desprecio que verdaderamente me hería y me costaba mas que los insultos Alrededor de las once salí de casa, pasé por la casa de mis tíos donde me esperaban Francisco y Jacinta y entonces nos dirigimos a Cova de Iría en espera del tan esperado momento. Aquel día yo me sentía muy adolorida. Tal vez por eso la Señora exactamente ese día me dijo que no me rindiera ya que ella no me habría abandonado. Después de rezar el rosario con Jacinta y Francisco y otras personas que allí estaban, vimos de nuevo el reflejo de la luz al que llamábamos relámpago, que se aproximaba, y enseguida a nuestra Señora sobre la carrasca en todo igual que en mayo.«Qué quiere de mí?», le pregunté. «Deseo que vengan aquí el trece del mes próximo, que recen el rosario todos los días y que aprendan a leer. Después diré lo Que quiero». Pedí la curación de un enfermo. «Si se convierte, se curará dentro de este año». «Quería pedirle que nos lleve al cielo». «Sí, a Jacinta y Francisco los llevaré pronto; pero tu te quedarás aquí algún tiempo más. Jesús quiere servirse de ti para hacerme conocer y amar. El quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón». «¿Y me quedo sola?», pregunté con pena. «No, hija. ¿Tú sufres mucho? No te desanimes. Yo nunca te dejaré. Mi Corazón Inmaculado será tu refugio y el camino que te conducirá hasta Dios».

Al decir estas últimas palabras abrió las manos y nos comunicó, por segunda vez, el reflejo de aquella luz tan intensa. En ella nos veíamos como sumergidos en Dios. Francisco y Jacinta parecían estar en la parte que se elevaba hacia el cielo y yo en la que se esparcía por la tierra. Delante de la mano derecha de nuestra Señora había un corazón rodeado de espinas que parecía se le clavaban por todas partes. Comprendimos que era el Inmaculado Corazón de Maria ultrajado por los pecados de los hombres y que pedía reparación. Entretanto, la noticia del acontecimiento se había extendido. Mi madre empezaba a sufrir y quería, a toda costa, que yo me desdijese. Un día, antes de salir con el rebaño, quiso obligarme a confesar que había mentido. No ahorró para eso, cariños, amenazas, ni siquiera el palo de la escoba.
Mi madre sufría cada vez más con el progreso de los acontecimientos. Hizo por eso otro esfuerzo para obligarme a confesar que había mentido. Un día por la mañana me llama y me dice que me va a llevar a casa del señor cura: «Cuando llegues allí, te pones de rodillas, le dices que mentiste y le pides perdón». Al pasar por casa de mi tía, mi madre entró unos minutos. Aproveché la ocasión para contar a Jacinta lo que pasaba. Como me vio apenada dejó caer unas lagrimas y me dijo: «Voy a levantarme y llamar a Francisco. Vamos a tu pozo a rezar. Cuando vuelvas vete allí».

Efectivamente, al llegar corrí al pozo y allí estaban los dos de rodillas, rezando. En cuanto me vieron, Jacinta corrió a abrazarme y a preguntar qué había hecho. Se lo conté. Después me dijo: «¿Ves? No debemos tener miedo de nada. Aquella Señora nos ayuda siempre, ¡nos quiere tanto!».

Un día vinieron a hablarme tres caballeros. Después de su interrogatorio, muy poco agradable, se despidieron diciendo: «A ver si se deciden a decir ese secreto, si no el señor Administrador está dispuesto a acabar con vuestra vida». Jacinta, dejando transparentar la alegría en el rostro dijo: «Qué bien. Quiero tanto a nuestro Señor y a nuestra Señora que así vamos a verlos antes». Corriendo el rumor de que, efectivamente, el Administrador quería matarnos, una tía mía casada que vivía en Casais, vino a nuestra casa con el intento de llevarnos a la suya porque, decía ella: «Yo vivo en otro pueblo y, por eso, este Administrador no los puede ir a buscar allí». Pero su intento no se realizó porque nosotros no queríamos ir, y respondimos: «Si nos matan, no importa, vamos al Cielo».

Trece de julio de 1917. Momentos después de haber llegado a Cova de Iría y estando junto a la encina rezando el rosario con una gran multitud de gente, vimos el reflejo de aquella luz ya conocida y, enseguida, a nuestra Señora sobre la encina.
Trece de julio de 1917. Momentos después de haber llegado a Cova de Iría y estando junto a la encina rezando el rosario con una gran multitud de gente, vimos el reflejo de aquella luz ya conocida y, enseguida, a nuestra Señora sobre la encina.
«¿Qué desea de mi?», pregunté. «Quiero que vuelvan el trece del mes que viene y que continúen rezando el rosario todos los días en honor de nuestra Señora del Rosario, para obtener la paz del mundo y el fin de la guerra, porque solo Ella les puede ayudar». «Quería que nos dijese quién es y que hiciera un milagro para que todos crean que Usted se nos aparece». «Continúen viniendo todos los meses. En octubre diré quién soy y lo que quiero, y haré un milagro para que todos vean y crean».
Aquí hice algunas peticiones que ahora no recuerdo bien. Lo que me acuerdo es que nuestra Señora dijo que para alcanzar durante el año las gracias que pedían era necesario que rezaran el rosario. Y continuó: «Sacrifíquense por los pecadores y digan muchas veces, sobre todo cuando hagan algún sacrificio: «Jesús, por tu amor, por la conversión de los pecadores y en reparación por los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de Maria». Al decir estas palabras, de nuevo abrió las manos como en los meses anteriores. El reflejo pareció penetrar la tierra y vimos como un mar de fuego. Sumergidos en este fuego estaban los demonios y las almas como si fuesen brasas transparentes y negras o bronceadas con forma humana. Llevados por las llamas que de ellos mismos salían, juntamente con horribles nubes de humo, flotaban en aquel fuego y caían para todos los lados igual que las pavesas en los grandes incendios sin peso y sin equilibrio, entre gritos de dolor y desesperación que horrorizaban y hacían estremecer de espanto. Debió ser ante esta visión cuando dije aquel "Ay!': que dicen me oyeron. Los demonios se distinguían por formas horribles y repugnantes de animales espantosos y desconocidos pero transparentes igual que carbones encendidos.

Asustados y como para pedir socorro, levantamos la vista a nuestra Señora que nos dijo con bondad y tristeza: «Vieron el infierno donde van las almas de los pobres pecadores. Para salvarlos Dios quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón. Si hacen lo que yo les diga se salvarán muchas almas y tendrán paz. La guerra va a acabar. Pero si no dejan de ofender a Dios, en el reinado de Pío XI comenzará otra peor. Cuando vean una noche alumbrada por una luz desconocida, sepan que es la gran señal que Dios les da de que va a castigar al mundo por sus crímenes por medio de la guerra, el hambre y las persecuciones a la Iglesia y al Santo Padre. Para impedirlo vendré a pedir la consagración de Rusia a mi Inmaculado Corazón y la comunión reparadora de los primeros sábados. Si atendieran a mis deseos, Rusia se convertirá y habrá paz; si no, ella esparcirá sus errores por el mundo promoviendo guerras y persecuciones contra la Iglesia. Los buenos serán martirizados, el Santo Padre tendrá mucho que sufrir, varias naciones serán aniquiladas. Por fin mi Corazón Inmaculado triunfará. El Santo Padre me consagrará Rusia que se convertirá y será concedido al mundo algún tiempo de paz. En Portugal se conservará siempre la fe etc ... esto no se lo digáis a nadie. A Francisco si, podéis decírselo. Cuando recen el rosario digan después de cada misterio: “Jesús mío, perdónanos, líbranos del fuego del infierno, lleva al cielo a todas las almas y especialmente a las que mas lo necesiten”».
Se siguió un momento de silencio y pregunté: «¿No quiere mas de mí?» «No, hoy no quiero más». Y, como de costumbre, comenzó a elevarse en dirección al este, desapareciendo en la inmensa lejanía del firmamento.

Al final de la aparición la multitud se precipitó sobre nosotros, abrumándonos con preguntas que trataba yo de responder en la medida que podía; me preguntaron porqué en un momento me había puesto tan triste, respondí que era un secreto.

Después de esa aparición Jacinta comenzó a decir ¡muchas almas van al infierno: «¿Y nunca jamás salen de allí?» «No, nunca». «¿Y después de muchos, muchos años?» «No. El infierno nunca acaba». «¿Y el cielo tampoco?» «Quien va al cielo nunca jamás sale de allí.» «¿Y quién va al infierno tampoco sale?» «¿No ves que son eternos, que nunca se acaban?» Hicimos entonces, por primera vez, la meditación del infierno y de la eternidad. La visión del infierno suscitó en nosotros tanto horror que todas las penitencias y sacrificios nos parecían nada para tratar de rescatar alguna de esas almas. Jacinta con frecuencia se sentaba en el suelo o en alguna piedra y pensativa empezaba a decir: «¡El infierno, el infierno! Qué pena tengo de las almas que van al infierno. Y las personas, allí vivas, ardiendo como la leña en el fuego!» Y temblorosa se arrodillaba con las manos juntas y rezaba la oración que nuestra Señora nos había ensenado: «Oh Jesús, perdónanos, líbranos del fuego del infierno, lleva todas las almas al cielo y especialmente a las que mas lo necesiten».

De vez en cuando, como despertando de un sueño, nos llamaba a mi y a su hermano: «Francisco, Francisco, ¿estás rezando conmigo? Es preciso rezar mucho para librar las almas del infierno. ¡Van tantas, tantas! ¡Que pena tengo por los pecadores! ¡Si pudiera mostrarles el infierno!»
Algunas veces, de repente, se agarraba a mi y decía: «Yo voy al cielo, pero tu que te quedas aquí, si nuestra Señora te deja, di a toda la gente cómo es el infierno para que no hagan más pecados y no vayan allí».
Cuando la veía muy pensativa, le preguntaba: «¿Jacinta en qué piensas?» No pocas veces respondía: «en la guerra que vendrá, en tanta gente que tendrá que morir ye irá al infierno! ¡Que tristeza, si dejaran de ofender a Dios! No habría guerra e irían al infierno».

Nos fueron a interrogar dos sacerdotes y nos recomendaron que rezáramos por el Santo Padre. Jacinta preguntó quién era el Santo Padre, y los buenos sacerdotes nos explicaron quién era y como necesitaba mucho de oraciones. Jacinta quedo con tanto amor hacía él que, siempre que ofrecía sus sacrificios a Jesús, añadía: «…y por el Santo Padre». Al final del rosario rezaba siempre tres avemarías por él y algunas veces decía: «¡Como me gustarla ver al Santo Padre! Viene aquí tanta gente, y el Santo Padre nunca viene». En su inocencia de niña pensaba que él podría hacer este viaje como las otras personas.

Un día fuimos a pasar las horas de la siesta junto al pozo de mis padres. Jacinta se sentó en la losa del pozo y Francisco fue conmigo a buscar miel silvestre en las zarzas de un ribazo que allí había. Pasado un poco de tiempo Jacinta me llama: «¿No viste al Santo Padre?» «No!» «No sé como fue. Yo vi al Santo Padre en una casa muy grande, de rodillas delante de una mesa, con las manos en la cara llorando. Fuera de casa había mucha gente y unos le tiraban piedras, otros le maldecían y le decían muchas palabras feas. ¡Pobrecito del Santo Padre! Tenemos que pedir mucho por él».

En otro momento fuimos a la Lapa del Cabezo. Cuando llegamos allí, nos postramos por tierra a rezar las oraciones del Ángel. Pasado algún tiempo, Jacinta se yergue y me llama: «¿No ves tanta carretera, tantos caminos y campos llenos de gente llorando, con hambre, y sin tener nada para comer? ¿Y al Santo Padre, en una Iglesia, delante del Inmaculado Corazón de Maria rezando? ¿Y no ves a mucha gente rezando con él?»
Desde entonces no ofrecimos mas ninguna oración o sacrificio a Dios a la cual no le agregáramos una petición por su santidad y comenzamos a tener un gran amor por el Santo Padre

Entre tanto surgió el alba del 13 de Agosto La gente llegaba de todas partes, desde el día antes. Todos querían vernos, interrogarnos y hacernos sus peticiones para que nosotros se las transmitiéramos a la Santísima Virgen. En la mañana llegó una orden del síndico que fuera a la casa de mi tía porque allí me estaba esperando. Mi padre recibió la orden y me llevó allá, cuando llegamos él estaba con mis primos en un cuarto. Nos interrogó e hizo nuevos esfuerzos para que dijéramos el secreto y para que prometiéramos que no iríamos mas a Cova de Iría. No habiendo obtenido resultado alguno le dijo a mi padre y a mi tío que nos llevaran con el párroco. De allí nos subió a la carreta diciendo que nos habría de llevar a Cova pero en lugar de eso nos llevó con él a Villa Nova de Ourem, donde habitaba y donde se encontraba el gobierno y las cárceles. Nos tuvo un poco en su casa, tratando con nuevas preguntas, con promesas y con amenazas para arrancarnos el secreto, resultándole todo inútil nos mandó encerrar en la prisión. Cuando, pasado algún tiempo, estuvimos presos, a Jacinta lo que mas le costaba era el abandono de los padres. Y decía con su carita llena de lagrimas: «¡Ni tus padres ni los míos nos vienen a ver! No se acordaron más de nosotros». «No llores, le dijo Francisco, se lo ofreceremos a Jesús por los pecadores». Y levantando los ojos y las manitas al cielo hizo el ofrecimiento: «Jesús mío, por tu amor y por la conversión de los pecadores». Jacinta añadió: «Y también por el Santo Padre y en reparación por los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María». Cuando después de habernos separado volvieron a juntarnos en una sala de la cárcel diciendo que dentro de poco nos vendrían a buscar para freírnos, Jacinta se apartó junto a una ventana que daba a la feria del ganado. Al principio pensé que estaría distrayéndose, pero no tardé en darme cuenta que estaba llorando. Fui para que viniese junto a mí y le pregunté por qué lloraba: «Porque, respondió, vamos a morir sin volver a ver a nuestros padres ni a nuestras madres». Y añadió, mientras las légrimas corrían por sus mejillas: «¡Yo quería siquiera ver a mi madre!» «Entonces, ¿no quieres ofrecer este sacrificio por la conversión de los pecadores?» «Quiero, quiero». Y bañada en lagrimas, con las manos y los ojos levantados al cielo, hizo el ofrecimiento: «Jesús mío, por tu amor, por la conversión de los pecadores, por el Santo Padre y en reparación de los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María».

Los presos que presenciaron esta escena quisieron consolarnos: «Ustedes díganle al señor Administrador el secreto. Qué les importa que esa Señora no quiera». «Eso no, respondió Jacinta con vivacidad, antes quiero morir».
Decidimos entonces rezar nuestro rosario. Jacinta se quita una medalla que tenía al cuello, pide a un preso que la cuelgue en un clavo que había en la pared y, de rodillas, delante de esa medalla, comenzamos a rezar. Los presos rezaron con nosotros, si es que sabían rezar; por lo menos estuvieron de rodillas. Terminado el rosario Jacinta volvió junto a la ventana a llorar. «Jacinta, ¿es que tu no quieres ofrecer este sacrificio a nuestro Señor?», le pregunté. «Si, pero me acuerdo de mi madre y lloro sin querer». Entonces, como la Santísima Virgen nos había dicho que ofreciésemos también nuestras oraciones y sacrificios para reparar los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de Maria, quedamos en repartirnos las intenciones. Uno ofrecería por los pecadores; otro por el Santo Padre y otro en reparación por los pecados contra el Inmaculado Corazón de María. Estando todos de acuerdo dije a Jacinta que escogiese la intención por la que quería ofrecer. «Yo lo ofrezco por todas, porque todas me gustan mucho».

Había entre los presos uno que tocaba la armónica. Comenzaron a tocar y a cantar para distraernos. Nos preguntaron si sabíamos bailar. Dijimos que sabíamos el fandango y el "vira" (dos bailables tradicionales). Jacinta fue entonces la pareja de un pobre ladrón que, viéndola tan pequeña, terminó por bailar con ella en brazos. Ojala nuestra Señora haya tenido compasión de su alma y le haya convertido.
Durante el encarcelamiento lo que me resultó mas doloroso y que hizo sufrir mas a mis primitos y a mi fue el abandono completo de parte de nuestra familia. Al regresar del encarcelamiento, que me parece que fue el 15 de Agosto, como premio se me ordenó sacar al rebaño y llevarlo a pastar. Mis tíos quisieron quedarse con Jacinta en casa y entonces mandaron a su hermano Juan. Como era ya tarde, nos quedamos cerca de nuestra casa, en Valiños. Claro que bien puede ser que yo esté confundida ya que entonces no sabía contar los días del mes; sin embargo conservo la idea de que fue el mismo día que llegamos de Vila Nova de Ourén (en realidad la aparición tuvo lugar el 19 de agosto n.d.r.).
Al atardecer estando con las ovejas en compañía de Francisco y su hermano Juan en un lugar llamado Valiños, y sintiendo que algo sobrenatural se aproximaba y nos envolvía, sospechando que nuestra Señora podía aparecerse y teniendo pena de que Jacinta no la viera, pedimos a Juan que fuese a llamarla. No quería, y sólo fue corriendo cuando le ofrecimos dos monedas. Entre tanto, Francisco y yo vimos el reflejo de la luz que llamábamos relámpago y un momento después de llegar Jacinta vimos a nuestra Señora sobre una encina.

 «¿Qué quiere Usted de mi?» «Quiero que continúen yendo a Cova de Iria el día 13 y que sigan rezando el rosario todos los días. El último mes haré el milagro para que todos crean». «¿Qué desea que hagamos con el dinero que deja la gente en la Cova de Iria?» «Que hagan dos andas. Una la llevas tú con Jacinta y otras dos niñas vestidas de blanco, y las otras que las lleve Francisco y otros tres niños. Las andas son para la fiesta del Rosario. El dinero que sobre, es para ayuda de una capilla que mandarán hacer». «Quería pedirle la curación de algunos enfermos». «Si, algunos curaré durante el año». Y tomando un aspecto más triste añadió: «Recen, recen mucho y hagan sacrificios por los pecadores, pues van muchas almas al infierno por no haber quien se sacrifique y pida por ellas». Y, como de costumbre, comenzó a elevarse en dirección al este. Desde aquel día, tal como nos pidió la Santísima Virgen, decidimos esforzarnos a hacer sacrificios por los pecadores.

Jacinta dijo: «Y los sacrificios, ¿como los tendremos que hacer?» Francisco discurrió rápidamente un buen sacrificio. «Damos nuestra merienda a las ovejas y hacemos el sacrificio de no merendar». En pocos minutos estaba toda nuestra merienda distribuida entre el rebaño. Y así pasamos un día de ayuno que ni el del mas austero cartujo. Había unos niños, hijos de dos familias de Moita, que iban pidiendo por las puertas. Los encontramos un día cuando íbamos con nuestro rebaño. Jacinta al verlos nos dijo: «Vamos a dar nuestra merienda a aquellos pobrecitos por la conversión de los pecadores. Y corrió a llevársela. Desde que la Santísima Virgen nos enseñó a ofrecer a Jesús nuestros sacrificios, siempre que nos poníamos de acuerdo para hacer alguno o cuando teníamos pruebas para sufrir, Jacinta preguntaba: «¿Ya dijiste a Jesús que es por su amor?» Si le decía que no, «entonces se lo digo yo»: y juntaba sus manitas, levantaba los ojos al cielo y decía: «Oh, Jesús, por tu amor y por la conversión de los pecadores».

Trece de septiembre de 1917. Al aproximarse la hora, fui con Jacinta y Francisco y una muchedumbre de personas que apenas nos dejaban andar. Las carreteras estaban llenas de gente. Todos nos querían ver y hablar. Allí no había respeto humano. Numerosas personas y hasta ciertas señoras y caballeros, pasando por entre la multitud que se apiñaba a nuestro alrededor, se postraban de rodillas ante nosotros y nos pedían que presentásemos sus necesidades a nuestra Señora. Los que no conseguían acercarse clamaban desde lejos: «Por amor de Dios, pedid a nuestra Señora que cure a mi hijo que esta lisiado»; otro, «que me cure el mío que es ciego»; otro, «al mío que es sordo; que me traiga a mi marido, a mi hijo que esta en la guerra; que convierta a un pecador; que me dé la salud a mi que estoy tuberculoso…»
Allá se veían todas las miserias de la pobreza humana, algunos gritaban hasta de sobre los árboles y los muros a donde subían para vernos pasar. Ahora cuando leo en el Nuevo Testamento las encantadoras escenas del pasaje de Jesús en Palestina, me recuerdo de las escenas que el Señor, así de niña, me hizo vivir.

Llegamos por fin a Cova de Iria, junto a la encina, y comenzamos con el pueblo a rezar el rosario. Poco después vimos el reflejo de la luz y, enseguida, a nuestra Señora sobre la encina. «Continúen rezando el rosario para alcanzar el fin de la guerra. En octubre veréis también a nuestro Señor, a nuestra Señora de los Dolores y del Carmen y a S. José con el Niño Jesús para bendecir al mundo. Dios esta contento con sus sacrificios pero no quiere que duerman con la cuerda; llevadla solo durante el día». «Me han dicho que le pida muchas cosas: la curación de un sordomudo, la curación de algunos enfermos...» «Si, curaré algunos, a otros no. En octubre haré el milagro para que todos crean». Y comenzando a elevarse desapareció como de costumbre.

Nos esforzábamos por hacer sacrificios por los pecadores que no dejábamos escapar ninguna oportunidad. Jacinta parecía insaciable en la práctica del sacrificio. Un día un vecino ofreció a mi madre un buen pasto para nuestro rebaño. Era bastante lejos y estábamos en pleno verano. Mi madre aceptó el ofrecimiento hecho con tanta generosidad y me mando ir allí. Como había una laguna donde el rebaño podía beber, nos dijo que era mejor que pasásemos la siesta a la sombra de los árboles. Por el camino encontramos a nuestros queridos pobres y Jacinta corrió a llevarles la limosna. El día estaba maravilloso, pero el sol era ardiente y en aquel pedregal árido y seco parecía querer abrasarlo todo. La sed se hacía sentir y no había ni gota de agua para beber. Al principio ofrecíamos el sacrificio con generosidad por la conversión de los pecadores, pero pasada la hora del mediodía no se podía resistir. Propuse entonces a mis compañeros ir a una aldea que quedaba cerca para pedir un poco de agua. Aceptaron la propuesta y allí fui a llamar a la puerta de una viejecita quien al darme un cantarillo con agua, me dio un poco de pan que acepté con reconocimiento y corrí a distribuirlo entre mis compañeros. En seguida di el cántaro a Francisco y le dije que bebiera. «No quiero beber», respondió. «¿Por qué?» «Quiero sufrir por la conversión de los pecadores». «Bebe tu, Jacinta». «También quiero ofrecer el sacrificio por los pecadores». Eché entonces el agua en el hueco de una piedra para que la bebiesen las ovejas y fui a llevar el recipiente a su dueña.

Teníamos la costumbre de vez en cuando, de ofrecer al Señor una novena, o un mes entero sin beber. Hicimos una vez este sacrificio en pleno Agosto, cuando el calor era sofocante.

Otra vez mi tía fue a llamarnos para comer unos higos que había traído a casa y que verdaderamente abrían el apetito a cualquiera. Jacinta se sentó con nosotros al lado de la cesta y coge el primero para empezar a comer. De repente se acuerda y dice: «Es verdad; todavía hoy no hemos hecho ningún sacrificio por los pecadores. Tenemos que hacer éste». Pone el higo en la cesta, repite el ofrecimiento y allí los dejamos todos para convertir a los pecadores. Jacinta repetía con frecuencia estos sacrificios, pero no me detengo a contar mas, si no nunca acabo.

Un día fuimos a un lugar lleno de árboles de bosque. Había allí algunas encinas y robles. Las bellotas todavía estaban bastante verdes. Sin embargo le dije que podíamos comer de ellas. Francisco subió a una encina para llenar los bolsillos, pero Jacinta se acordó que podíamos comer de los robles para hacer el sacrificio de tomarlas amargas. Y así saboreamos aquella tarde tan delicioso manjar. Jacinta tomo éste por uno de sus sacrificios habituales. Cogía las bellotas de los robles y las aceitunas de los olivos. Le dije un día: «Jacinta, no comas eso que amarga mucho». «Las como porque son amargas, para convertir a los pecadores». No fueron solo estos nuestros ayunos. Quedamos en que siempre que encontrásemos a esos tales pobrecitos, les daríamos nuestra merienda; y las infelices criaturas, contentas con nuestra limosna, procuraban encontrarnos y nos esperaban por el camino. En cuanto los veíamos, Jacinta corría a llevarles todo nuestro sustento con tanta satisfacción como si no le hiciese falta.

Un día íbamos con nuestras ovejitas por un camino y encontré un trozo de cuerda de un carro. La cogí y jugando me la até en un brazo. No tardé en notar que la cuerda hacia daño. Dije entonces a mis primos: «Mirad, esto duele, podíamos atárnosla a la cintura y ofrecer a Dios este sacrificio». Los pobres niños aceptaron mi idea y tratamos enseguida de dividirla en tres. El borde de una piedra golpeando contra otra fue nuestro cuchillo. Sea por lo grueso y áspero de la cuerda, sea porque a veces la apretábamos demasiado, este instrumento nos hacia sufrir horriblemente. Jacinta dejaba caer algunas lagrimas con la fuerza de la incomodidad que le causaba y al decirle yo que se la quitara respondía: «No, quiero ofrecer este sacrificio a nuestro Señor en reparación y por la conversión de los pecadores».

Trece de octubre de 1917. Salimos muy pronto de casa contando con las demoras del camino. La gente era una masa. La lluvia torrencial. Mi madre temiendo que fuese aquel el ultimo día de mi vida, con el corazón angustiado ante la incertidumbre de lo que ocurriría, quiso acompañarme. Por el camino, las mismas escenas del mes anterior, ahora más numerosas y conmovedoras. Ni el lodazal de los caminos impedía a aquella gente arrodillarse en actitud humilde y suplicante. Llegados a Cova de Iria, junto a la encina, llevada por un movimiento interior, pedí a todos que cerrasen los paraguas para rezar el rosario. Poco después vimos el resplandor de la luz y enseguida a nuestra Señora sobre la encina. «¿Qué quiere Vd. de mi?» «Quiero decirte que hagan aquí una capilla en mi honor. Que yo soy la Virgen del Rosario. Y que continuéis rezando el rosario todos los días. La guerra va a terminar y los soldados volverán pronto a sus casas». «Tengo que pedirle muchas cosas: la curación de unos enfermos, la conversión de unos pecadores, etc.» «Unos sí. Otros no. Es preciso que se conviertan; que pidan perdón de sus pecados». Después tomó un aspecto más triste y dijo: «¡No ofendan más a Dios nuestro Señor que ya esta muy ofendido!». Y abriendo las manos, las hizo reflejar en el sol. Y mientras se elevaba, continuaba proyectándose en el sol el reflejo de su propia luz. He aquí el motivo por el cual pedí que le mirasen. No era querer llamar hacia él la atención de la gente, pues ni siquiera me daba cuenta de la presencia del sol; lo hice solo llevada por un impulso interior que a eso me movía.

Desaparecida nuestra Señora en la inmensidad del firmamento, vimos al lado del sol a S. José con el Niño y a la Santísima Virgen vestida de blanco con un manto azul. S. José con el Niño parecía bendecir al mundo en unos gestos que hacía con la mano en forma de cruz. Poco después, desvanecida esta aparición vi a nuestro Señor v a nuestra Señora que daba la impresión de ser la Virgen de los Dolores. Nuestro Señor parecía también bendecir al mundo de la misma manera que S. José. Desaparecieron de nuevo y me pareció ver todavía a nuestra Señora en forma semejante a la Virgen del Carmen.

He aquí la historia de las apariciones de la Virgen en Cova de Iría. De estas apariciones, las palabras que mas se me grabaron en el corazón fue la solicitud de la Virgen «No ofendan mas a Dios que ha sido bastante ofendido». Que tierna lamentación y que tierna solicitud. ¡Oh, si pudiera hacer sonar el eco en todo el mundo y si todos los hijos de la Madre del Cielo escucharan su voz¡ 

LUCIA CUENTA LA VIDA DE LOS PASTORCITOS DESPUÉS DE LAS APARICIONES

JACINTA

Comenzaré lo que el buen Dios me hará recordar sobre Jacinta. Tenía un semblante siempre serio, modesto y amable, que parecía revelar la presencia de Dios en cada acto suyo, como si se tratara de personas ancianas con grandes virtudes. No le vi nunca aquella excesiva ligereza o entusiasmo normal en los niños por los adornos o las diversiones, esto solo después de las apariciones, porque antes era la número uno del entusiasmo y de los caprichos.Jacinta tenía por el baile una afición especial y mucho arte. A pesar de esta atracción por el baile, que le bastaba a veces oír cualquier instrumento de los pastores para ponerse a bailar aunque estuviese sola, cuando después de las apariciones llegó San Juan y Carnaval me dijo: «Yo ahora, ya no bailo más». «¿Y por qué?» «Porque quiero ofrecer este sacrificio a nuestro Señor». Y como éramos las cabecillas en el juego entre los niños, se acabaron los bailes que se acostumbraban a hacer en esas ocasiones.

Mi madre, cansada de ver perder el tiempo a mi hermana por tener que ir a llamarme continuamente y quedarse en mi lugar con el rebaño, resolvió venderlo; y, de acuerdo con mi tía, nos mandaron a la escuela. A Jacinta le gustaba ir en el recreo a visitar al Santísimo, pero decía: «Parece que adivinan. En cuanto entramos en la iglesia va tanta gente a hacernos preguntas. A mí me gusta estar mucho tiempo sola y hablar con Jesús escondido, pero nunca nos dejan».

Jacinta estaba tan cercana al corazón de la Virgen, que cualquier gracia que pedía la obtenía.Cierto día nos encontró una pobre mujer y llorando se arrodilló delante de Jacinta para pedirle que le obtuviese de nuestra Señora la curación de una enfermedad terrible. Jacinta, al ver de rodillas delante de si a una mujer, se impresionó y le cogió sus manos temblorosas para levantarla. Pero viendo que no podía, se arrodillo también y rezó con ella tres avemarías. Después le pidió que se levantara, que la Santísima Virgen la habría de curar. Ni un solo día dejo de rezar por ella, hasta que, pasado algún tiempo, volvió para agradecer a nuestra Señora su curación.

Otra vez, era un soldado que lloraba como un niño. Había recibido orden de partir para la guerra y dejaba a su mujer enferma en la cama y a tres hijitos pequeños. Pedía la curación de su mujer o que la orden fuera revocada. Jacinta le invitó a rezar el rosario con ella. Después le dijo: «No llore; ¡nuestra Señora es tan buena! Con seguridad le concede la gracia que le pide». Y no olvidó más al soldado. Al final del rosario rezaba siempre un avemaría por él. Pasados algunos meses, apareció con su esposa y sus tres hijos para agradecer a la Virgen las dos gracias recibidas. Por una fiebre que tuvo la víspera de partir, se vio libre del servicio militar, y su esposa - decía él - había sido curada por un milagro de nuestra Señora.

Otra vez era una tía mía, llamada Victoria, casada en Fátima, que tenía un hijo que era un verdadero pródigo. No sé por qué hacia tiempo había abandonado la casa paterna sin saber nadie qué era de su vida. Angustiada mi tía vino un día a Aljustrel para pedirme que suplicara a Nuestro señor para aquel hijo. No me encontró y se lo encomendió a Jacinta. Esta prometió pedir por él. Pasados algunos días apareció en casa pidiendo perdón a los padres, y después fue a Aljustrel a contarnos su suerte desgraciada. Contaba que después de gastar cuanto había robado a sus padres, anduvo mucho tiempo como un vagabundo, hasta que, no se por qué terminó en la cárcel de Torres Novas. Algún tiempo después consiguió escaparse y, fugitivo, de noche, se metió por entre montes y pinares desconocidos: creyéndose completamente extraviado, entre el susto de ser prendido de nuevo y la oscuridad de la noche cerrada y tempestuosa, encontró como único recurso la oración. Cayó de rodillas y comenzó a rezar. Pasados algunos minutos, afirmaba él, se le aparece Jacinta, le coge de la mano y la conduce a la carretera que va desde Alqueidao a Reguengo, haciendole señas que continuase por allí. Cuando amaneció se encontró en el camino de los Boleiros, reconoció el lugar donde estaba, y, conmovido, se dirigió a casa de sus padres.
Yo, pregunté a Jacinta si era verdad que ella fue allí y me respondió que no, que no sabía ni donde eran esos pinares y montes donde se había perdido. «Yo solo recé y pedí mucho a Nuestra Señora por él dándome pena la tía Victoria». ¿Cómo sucedió entonces esto? No sé. Dios lo sabe.

Pasaban así los días de Jacinta cuando (el 23 de Diciembre de 1918) Nuestro Señor mandó la gripe que la postro en cama con su hermanito. En las vísperas de enfermar decía: «¡Me duele tanto la cabeza y tengo tanta sed! Pero no quiero beber para sufrir por los pecadores». Todo el tiempo que me quedaba libre de la escuela y de alguna otra cosa que me mandaban hacer lo pasaba junto a mis compañeros. Un día al pasar por allí, camino de la escuela, me dijo Jacinta: «Oye, di a Jesús escondido que me gusta mucho y que le quiero mucho». Otra veces decía: «Di a Jesús que le mando muchos recuerdos». Cuando iba primero a su cuarto decía: «Ahora vete a ver a Francisco; yo hago el sacrificio de quedarme aquí solita».

Un día su madre le llevó una taza de leche y le dijo que la tomara. «No la quiero, madre» respondió apartando con su manita la taza. Mi tía insistió un poco y después se retiró diciendo: «Con la desgana que tiene no sé como le voy a hacer tomar algo». Al quedar solas le pregunté: «¡Como desobedeces así a tu madre y no ofreces este sacrificio a nuestro Señor?» Al oír esto dejó caer unas lagrimas, que yo tuve la suerte de limpiar, y dijo: «Ahora no me acordé». Y llama a su madre, pide perdón y le promete tomar todo lo que quiera. La madre trajo la taza de leche. La tomó sin mostrar la más mínima repugnancia. Después me dijo: «Si tu supieras cuanto me costó tomarlo».

En otra ocasión me dijo: «Cada vez me cuesta más tomar la leche y los caldos, pero no digo nada. Tomo todo por amor de nuestro Señor y del Inmaculado Corazón de María, nuestra Madrecita del Cielo».Le pregunté un día: «¡Estas mejor!» «Ya sabes que no mejoro». Y añadió: «Tengo tantos dolores en el pecho. Pero no digo nada. Sufro por la conversión de los pecadores». Cuando un día llegué junto a ella me preguntó: «¿Ya has hecho hoy muchos sacrificios? Yo muchos. Mi madre se marchó y yo quise ir muchas veces a ver a Francisco, pero no fui».

Un día me mandó llamar para que fuese de prisa. Fui corriendo. «Nuestra Señora nos vino a ver, y dice que enseguida viene a buscar a Francisco para llevarle al cielo. A mi me preguntó si todavía quería convertir más pecadores. Le dije que si. Me dijo que iría a un hospital y que allí sufriría mucho: que sufriese por la conversión de los pecadores, en reparación del Inmaculado Corazón de Maria y por amor de Jesús. Pregunté si tú ibas conmigo. Me dijo que no. Esto es lo que me cuesta más. Dice que irá mi madre a llevarme y que luego me quedaré allí solita». Continuó algún tiempo pensativa. Después añadió: «¡Si tu fueses conmigo! Lo que mas me cuesta es ir sin ti».

Cuando llegó el momento de partir de su hermanito, para el cielo, ella le hizo sus recomendaciones: «Da muchos recuerdos míos a nuestro Señor y a nuestra Señora y diles que sufro todo cuanto ellos quieran para convertir a los pecadores y reparar al lnmaculado Corazón de Maria». «Sufrió mucho con la muerte del hermano. Quedaba mucho tiempo pensativa, y si se le preguntaba en qué pensaba, respondía: «En Francisco. Quién me diera verlo». Y los ojos se le llenaban de lágrimas.

Llegó el día (al comienzo de Julio de 1919 n.d.r.) de ir al hospital donde verdaderamente tuvo mucho que sufrir. Cuando fue su madre a visitarla allí me llevó. Al verme me abrazó con alegría y pidió a su madre que me dejase quedar mientras ella hacía compras. Le pregunté si sufría mucho. «Sí, sufro pero ofrezco todo por los pecadores y para reparar al Inmaculado Corazón de Maria, por los pecadores y por el Santo Padre». Era su ideal, era de lo que hablaba.

Todavía volvió algún tiempo a casa de sus padres (al final de Agosto de 1919 ndr) con una gran herida abierta en el pecho, cuyas curas diarias soportaba sin una queja y sin mostrar la menor señal de enfado. Lo que más le costaba eran las frecuentes visitas e interrogatorios de las personas que la buscaban y de las que ahora no podía esconderse. «Ofrezco también este sacrificio por los pecadores, decía con resignación»

De nuevo la Santísima Virgen se dignó visitar a Jacinta para anunciarle nuevas cruces y sacrificios. Al darme la noticia me decía: «Me dijo que voy a Lisboa a otro hospital; que no te vuelvo a ver, ni a mis padres tampoco. Que después de sufrir mucho moriré sola. Pero que no tenga miedo, que Ella me ira a buscar para ir al cielo». Y llorando me abrazaba y me decía: «Ya no volveré a verte mas. Tu no me iras a visitar allí. Oye, reza mucho por mi, que voy a morir solita». Hasta que llegó el día de ir a Lisboa sufrió horriblemente. Se abrazaba a mi y decía llorando: «¡Nunca mas volveré a verte. Ni a mi madre, ni a mis hermanos, ni a mi padre. Ya nunca volveré a ver a nadie. Y después moriré solita! » «No pienses en eso», le dije yo un día. «Déjame pensar, porque cuanto más pienso más sufro y yo quiero sufrir por amor de nuestro Señor y por los pecadores. Y después no me importa: nuestra Señora me va a buscar para llevarme al cielo».

Me solía preguntar: «¡Y voy a morir sin recibir a Jesús escondido! ¡Si me lo llevara nuestra Señora cuando me vaya a buscar!»Cuando la madre aparecía triste por verla tan enfermita decía: «Madre, no sufra, voy al cielo y allí voy a pedir mucho por Usted.» Otras veces decía: «No llore, yo estoy bien». Al preguntarle si necesitaba algo solía contestar: «Muchas gracias, no necesito nada». Al retirarse comentaba: «Tengo mucha sed, pero no quiero beber; se lo ofrezco a Jesús por los pecadores».

Llegó por fin el día de marchar a Lisboa (el 21 de Enero de 1920 ndr). La despedida partía el corazón. Permaneció mucho tiempo abrazada a mi y decía llorando: «Ya nunca nos volveremos a ver. Reza mucho por mí hasta que yo vaya al cielo. Después allí rezo por ti. No digas nunca el secreto a nadie, aunque te maten. Ama mucho a Jesús y al Inmaculado Corazón de Maria y haz muchos sacrificios por los pecadores».

Todavía me mandó decir desde Lisboa que nuestra Señora ya había ido a verla; que le había dicho la hora y el día en que moriría (el día 20 de Febrero a las 22 horas y 30 ndr); y me recomendaba que fuese muy buena. Este es lo que recuerdo de la vida de Jacinta. Pido a nuestro buen Dios se digne aceptar este acto de obediencia para encender en las almas la llama del amor a los Corazones de Jesús y de Maria.

FRANCiSCO

La amistad que me unía a Francisco era sencillamente la del parentesco y la que consigo traían las gracias que el cielo se dignaba concedernos.

Francisco no parecía hermano de Jacinta más que en las facciones del rostro y en la práctica de la virtud. No era como ella caprichoso y vivo; era, al contrario, de natural pacifico y condescendiente. Cuando en los juegos alguno se empeñaba en negarle sus derechos por haber ganado, cedía sin resistencia, limitándose a decir: «¿Piensas que ganaste tu? Pues sí; a mi eso no me importa».

Siempre sonriendo, siempre amable y condescendiente, jugaba con todos los niños indistintamente. No reprendía a nadie. Si acaso, algunas veces se retiraba cuando veía alguna cosa que no estaba bien.

Después de las apariciones la Virgen cada vez mas se hizo amante de la soledad. La primera aparición nos dejó una gran paz y una gran alegría expansiva que no nos impedía hablar de lo que había sucedido. A Francisco, que no había escuchado, le contamos lo que nos había dicho la Virgen, incluyendo la promesa de llevarlo al cielo si rezaba muchos rosarios. Desde aquel día tomó la costumbre de alejarse, como para pasear. Y si lo llamaba y le preguntaba que estaba haciendo, alzaba la mano y me mostraba el rosario. Si le decía que viniera a jugar, que rezara después con nosotros, respondía: «Rezo también después, no te acuerdas que la Virgen dijo que rezara muchos rosarios».

Rezó mucho hasta cuando nos llevaron a la cárcel. En la prisión se mostró más animado, y procuraba animar a Jacinta en las horas de mayor añoranza. Cuando rezamos allí el rosario vio que uno de los presos estaba de rodillas con la boina en la cabeza. Fue junto a él y le dijo: «Si Ud. quiere rezar tiene que quitarse la boina». El pobre hombre sin mas se la da y él la puso encima de su gorro sobre un banco.

Mientras interrogaban a Jacinta, me decía con inmensa paz y alegría: «Si nos matan como dicen, dentro de poco estamos en el cielo. Qué bien. No me importa nada». Y pasando un momento de silencio: «Dios quiera que Jacinta no tenga miedo. Voy a rezar un Avemaría por ella».

Demostró siempre una gran madurez, mucho mayor que la que correspondía a su edad. Pasando un domingo por la tarde junto a la casa de la madrina Teresa con Francisco y Jacinta, ella nos llamó y nos estuvo dando sus mimos. Los otros niños pareciendo adivinar nuestra llegada comenzaron a juntarse y la madrina, después de mimarnos con varias cosas, quiso vernos cantar y bailar. Atraídos por el animado concierto se fueron juntando las vecinas, y al terminar, pidieron una segunda repetición. Francisco aproximándose a mi me dijo: «No cantemos más eso. Nuestro Señor seguramente que no quiere que ahora cantemos esas cosas». Y nos escapamos como pudimos por entre la chiquillería hacia nuestro pozo preferido.

Entretanto se aproximaba el carnaval de 1918. Los niños menores de catorce años tenían su fiesta en otra casa aparte. Vinieron pues, varios a convidarme para organizar la fiesta con ellos. Rehusé al principio, pero llevada por una cobarde condescendencia cedí a las instancias de varios. Cuando encontré a Jacinta y Francisco les dije lo que había pasado. «¿Y tu vuelves a esas comilonas y bailes?», me preguntó con seriedad Francisco. «¿Ya te olvidaste que prometimos no volver a hacer nunca eso?» «Yo no quería ir, pero va ves que no dejan de pedirme que vaya y no sé qué hacer». Dios inspiró a Francisco: «¿Sabes qué vas a hacer? Toda la gente sabe que nuestra Señora se te ha aparecido. Por eso diles que le prometiste no volver a bailar y que por eso no vas. Después, en esos días nos escapamos a la Lapa del Cabezo; allí nadie nos encuentra». Acepté la propuesta y, expuesta mi decisión, nadie pensó más en organizar aquella reunión. Era Dios que nos bendecía; porque aquellas amigas que antes me buscaban para divertirse, ahora me seguían y venían a buscarme a casa los domingos por la tarde para ir con ellas a rezar el rosario a Cova de lria.

Francisco era de pocas palabras, y para hacer su oración y ofrecer sus sacrificios le gustaba esconderse hasta de Jacinta y de mi. Muchas veces le sorprendíamos detrás de una pared o de unas matas a donde se había escapado disimuladamente. Allí, de rodillas, rezaba o como él decía, «pensaba en nuestro Señor triste por tantos pecados». Si le preguntaba: «Francisco, ¿por qué no nos llamas a Jacinta y a mi para rezar contigo?» «Me gusta más rezar solo para pensar y consolar a nuestro Señor que está tan triste», respondía. Un día le pregunté: «Francisco, ¿qué te gusta mas, consolar a nuestro Señor o convertir a los pecadores para que no vayan más almas al infierno?» «Me gusta mas consolar a nuestro Señor. ¿No te diste cuenta como nuestra Señora, todavía en el ultimo mes, se puso tan triste cuando dijo que no ofendieran más a nuestro Señor que ya estaba muy ofendido? Yo quería consolar a nuestro Señor y después convertir a los pecadores para que no le ofendan más».

Cuando iba a la escuela, al llegar a Fátima, solía decirme: «Mira, vete tu, yo me quedo aquí en la iglesia con Jesús escondido. No me vale la pena ir a la escuela porque de aquí a poco me voy al cielo. Al salir me llamas». El Santísimo estaba entonces, por las obras que se hacían en la iglesia, a la entrada, en el lado izquierdo. Francisco se colocaba entre la pila bautismal y el altar y en ese mismo sitio le encontraba a mi vuelta. Un día, al salir de casa, advertí que Francisco andaba muy despacio. «¿Qué tienes?, le pregunté. Parece que no puedes andar». «Me duele mucho la cabeza y tengo la sensación de que me voy a caer». «Entonces no vengas, quédate en casa». «No me quedo. Prefiero quedarme en la iglesia con Jesús escondido, mientras tu vas a la escuela».

Salía un día de casa y me encontré con mi hermana Teresa: venia por habérselo pedido otra señora de un lugar vecino, a quien habían aprendido un hijo, acusado no me acuerdo de qué crimen, por el que si no se justificaba su inocencia, seria condenado al destierro o, por lo menos, a muchos años de prisión. Me pedía con insistencia, en nombre de la pobre mujer a quien ella deseaba complacer, que le alcanzase esta gracia de nuestra Señora. Recibido el recado continué para la escuela y por el camino conté a mis primos lo que pasaba. Al llegar a Fátima me dice Francisco: «Mientras vas a la escuela, yo me quedo aquí con Jesús escondido y le pido eso». Cuando salimos de la escuela fui a llamarle y le pregunté: «Pediste aquella gracia a nuestra Señora?» «Si. Dile a tu hermana Teresa que de aquí a pocos días vuelve a casa». Efectivamente, a los pocos días el muchacho estaba en casa, y el día trece, con toda su familia, agradecía a nuestra Señora la gracia recibida.

También venia una mujer de Alqueidao y quería la curación de un enfermo y la conversión de un pecador. Francisco dijo: «Yo pido por esta mujer, vosotras pedís por los otros que son muchos». Otra vez volvió a aparecer esta mujer poco después de la muerte de Francisco. Quiso saber cual era su tumba, pues venia a agradecerle las dos gracias que le había pedido.

Un día una pobre mujer y un muchacho - eran madre e hijo - se fueron a arrodillar delante de Francisco y a pedirle que alcanzase de nuestra Señora la curación del padre y la gracia de no ir a la guerra el hijo, Francisco se arrodilla también, se quita su gorro y pregunta si quieren rezar con él el rosario. Asintieron y comenzaron a rezar. Al poco tiempo se les unieron todos dejando las preguntas curiosas. Después, nos acompañaron a Cova de Iria. Por el camino rezamos otro rosario, y al llegar allí un tercero. Al final se despidieron felices. La mujer aquella prometió volver a dar las gracias a nuestra Señora si alcanzaba lo que pedía. Y, efectivamente, volvió varias veces acompañada, no solo de su hijo, sino también del marido ya bien de salud.

El 23 de diciembre Francisco se enfermó junto con Jacinta de fiebre española, la que lo llevó a la muerte en pocos meses.
Siempre se mostró alegre y contento en la enfermedad. Solía preguntarle yo: «¿Sufres mucho, Francisco?» «Bastante, pero no importa. Sufro para consolar a nuestro Señor y además, en seguida me voy al cielo».
Algunas veces me decía cuando pasaba yo a verlo al ir a la escuela. «Oye, ve a la Iglesia y dale saludos de mi parte a Jesús escondido. Lo que me molesta mas es no poder estar ni un poco con Jesús Escondido».
Otra ves pregunté «¿Francisco, te sientes muy mal?» «Sí, pero sufro para consolar a Jesús».

Entrando un día con Jacinta en su cuartito, nos dice: «Hoy hablen poco porque me duele mucho la cabeza». «No te olvides de ofrecer todo por los pecadores», le dije Jacinta. «Sí pero primero lo ofrezco para consolar al Señor y a la Virgen y después por los pecadores y por el Santo Padre».

Otro día lo encontré muy contento. «¿Estás mejor» «No me siento mucho peor. Ya me falta poco para ir al Cielo. Allá arriba consolaré mucho al Señor y a la Virgen. Jacinta rezará mucho por los pecadores, por el Santo Padre y por tí; y tú te quedas acá abajo porque la Virgen así lo quiere. Oye, haz todo lo que ella te diga» Mientras Jacinta parecía preocuparse solo de convertir a los pecadores y librar a las almas del infierno, Francisco parecía que pensara solo a consolar a nuestro Señor y a la Virgen que le parecían muy tristes.
Entró un día en el cuarto de Francisco una mujer de Casa Vieja llamada Mariana que, angustiada porque su marido había echado un hijo de casa, pedía la gracia de la reconciliación de ambos. Francisco le respondió: «No se preocupe; yo enseguida voy al cielo y, en cuanto llegue, pido esta gracia a nuestra Señora». No me acuerdo bien los días que todavía tardó en morir, pero de lo que me acuerdo es que, la tarde en que Francisco murió, el hijo pidió otra vez perdón a su padre que se lo había negado más veces por no querer aceptar las condiciones impuestas. Se sujetó a todo lo que el padre le dijo y se restableció la paz en aquella casa.
Me dice en las vísperas de morir: «Estoy muy mal; me falta poco para ir al cielo». «Vete, pero no te olvides allí de pedir mucho por los pecadores, por el Santo Padre, por mi y por Jacinta». «Si, pediré; pero mira, prefiero que pidas esas cosas a Jacinta, porque yo tengo miedo de que se me olvide en cuanto vea a nuestro Señor. Sobre todo quiero consolarle a El».

Cierto día de madrugada, me fue a llamar su hermana Teresa: «Ven de prisa, Francisco está muy mal y dice que quiere decirte algo». Me vestí rápidamente y fui. Pidió que salieran del cuarto su madre y sus hermanos porque era secreto lo que quería hablar. Ya solos me dijo: «Es que me voy a confesar y morir después. Quería que me dijeses si me viste hacer algún pecado y que preguntases también lo mismo a Jacinta». «Desobedeciste algunas veces a tu madre, le respondí, cuando ella te decía que te quedases en casa y tu te escapabas conmigo para esconderte». «Es verdad, tengo ese. Ahora vete a preguntar a Jacinta a ver si se acuerda de más». Jacinta pensó un poco y respondió: «Dile que antes de aparecerse nuestra Señora tomó unas monedas de nuestro padre para comprar la armónica a José Marto de Casavieja y que, cuando los chiquillos de Aljustrel tiraban piedras a los de Boleiros, él también tiró alguna». Al trasmitirle este recado de su hermana respondió: «Esos ya los he confesado, pero vuelvo a confesarlos ahora. Puede ser que por estos pecados que yo he hecho esté tan triste nuestro Señor. Te aseguro que aunque no muriera, nunca más los volvería a hacer. Estoy tan arrepentido. Y juntando sus manos rezó la oración: “Jesús mío, perdónanos, líbranos del fuego del infierno, lleva todas las almas al cielo y especialmente a aquellas que mas lo necesiten”».

Los dejé y me fui a mis ocupaciones diarias de la casa y de la escuela. Cuando volví al anochecer estaba radiante de alegría. Se había confesado y el párroco le había prometido para el día siguiente la Sagrada Comunión. Después de comulgar al día siguiente decía a su hermanita: «Hoy soy mas feliz que tu por que tengo en mi pecho a Jesús escondido. Yo voy al cielo, y allí le voy a decir a nuestro Señor y a nuestra Señora que os lleve también a vosotras de prisa».
Casi todo ese día lo pasé con Francisco junto a su cama. Como ya no podía rezar nos pidió que rezásemos por él el rosario. Y añadió: «Como me voy a acordar de ti en el cielo. ¡Quién me diera que nuestra Señora también te llevase pronto allí!» «No te acuerdas, no. Imagínate, al lado de nuestra Señora y de nuestro Señor que son tan buenos». «Es verdad, a lo mejor ni me acuerdo». Por la noche me despedí de él. «Adiós, Francisco, si vas al cielo esta noche no te olvides de mi, ¿me oyes?» «No te olvido, no, quédate tranquila», y cogiéndome la mano derecha, me la apretó con fuerza durante un buen rato, mientras me miraba con los ojos llenos de lagrimas. «¿Quieres algo mas?», le pregunté llorando también. «No», me respondió con voz casi apagada. Como la escena estaba siendo demasiado conmovedora, mi tía me mando salir del cuarto. «Entonces, adiós, Francisco. Hasta el cielo. ¡Adiós, hasta el cielo!...»

Y el cielo se aproximaba. Allí voló el día siguiente viernes 4 de abril de 1919 en brazos de la Madre Celestial.

LUCIA

Mi madre después de las apariciones estuvo forzada a vender el rebaño, porque mucha gente pedía verme y hablarme. Esto no representó una pequeña pérdida para el mantenimiento de la familia. De esto yo era culpable y todos se me encargaban de hacérmelo sentir en los momentos mas críticos. Espero que nuestro buen Dios haya aceptado todo, ya que yo siempre le ofrecí contenta el hecho de poder sacrificarme por el y por los pecadores. Por parte de mi madre, ella me corregía porque me creía mentirosa.

En el seno de mi familia aún había otro disgusto del que, como decían, yo era culpable. La Cova de Iria era una propiedad perteneciente a mis padres. En el fondo había un poco de terreno bastante fértil, en el cual se cultivaba maíz, legumbres, hortalizas, etc. En las laderas habla algunos olivos, encinas y robles. Ahora bien, desde que el pueblo comenzó a ir allí, ya no pudimos cultivar nada. Las personas pisaban todo, y, como muchos iban a caballo, los animales acababan por comer y estropear el resto. Mi madre lamentando esta pérdida me decía: «Tu ahora, cuando quieras comer, vas a pedírselo a esa Señora». Estas cosas me costaban tanto que yo no me atrevía a coger un poco de pan para comer. Mi madre para obligarme a decir la verdad, como ella decía, llegó no pocas veces a hacerme sentir el peso de algún palo destinado a la lumbre, que encontraba en el rincón de la leña, o el mango de la escoba. Pero como al mismo tiempo era madre, procuraba luego levantarme las fuerzas caídas y sufría al verme enflaquecer y con una cara tan pálida; temía que fuese a enfermar. ¡Pobre madre! Ahora si que comprendo la situación en que se encontraba y tengo pena de ella. Verdaderamente tenía razón para juzgarme indigna de un tal favor y por tanto creerme mentirosa.

Un día mi madre cayó gravemente enferma hasta tal punto que un día la juzgamos ya agonizante. Fueron entonces todos los hijos junto a su cama para recibir su última bendición y besar su mano moribunda. Por ser la más pequeña fui la última. Mi pobre madre al verme se reanima un poco, me echa los brazos al cuello, mi hermana mayor me arrancó de sus brazos a la fuerza y, llevándome a la cocina, me prohibió a volver más al cuarto de la enferma y concluya diciendo: « Mi madre muere amargada con los disgustos que tu le has dado».
Me arrodillé, incliné la cabeza sobre un banco y con una profunda amargura, como nunca había experimentado, ofrecí a nuestro Señor mi sacrificio. Pocos momentos después mis dos hermanas mayores, viendo el caso perdido, vuelven junto a mi y me dicen: «Lucía, si es cierto que viste a nuestra Señora, vete a Cova de Iria y pídele que cure a nuestra madre. Prométele lo que quieras que lo haremos y entonces creeremos». Sin detenerme un momento me puse en camino rezando el rosario. Para no ser vista, fui por unos atajos que había entre los campos. Hice a la Santísima Virgen mi petición; desahogué mi dolor derramando copiosas lágrimas y volví a casa confortada con la esperanza de que mi querida Madre del Cielo me daría la salud a la de la tierra. Al entrar en casa mi madre sentía alguna mejoría y, pasados tres días, ya podía desempeñar sus trabajos domésticos.

Entretanto, el Gobierno no se conformaba con los progresos de los acontecimientos. Mandaron, pues, una noche a unos hombres en un automóvil para derribar los palos, cortar la encina donde se había dado la aparición y llevarla a rastras detrás del automóvil. Por la mañana se extendió rápidamente la noticia de lo sucedido. Allí fui corriendo a ver si era verdad. Pero cual no fue mi alegría cuando ví que los pobres hombres se habían engañado y que, en vez de la encina verdadera, habían llevado una de las contiguas. Pedí entonces perdón a nuestra Señora por esos pobres hombres y recé por su conversión.
Pasado algún tiempo, un día 13 de mayo, no me acuerdo si de 1918 o 19, al amanecer, corrió la noticia de que en Fátima había una fuerza de caballería para impedir a la gente que fuera a Cova de Iria. Todos, medio asustados, fueron a contármelo, diciendo que ciertamente era aquél el último día de mi vida. Sin hacer caso de lo que me decían me puse en camino hacia la iglesia. Al llegar a Fátima pasé por entre los caballos que cubrían el atrio, entré en la iglesia, oí la misa que celebró un sacerdote desconocido, comulgué y, después de dar gracias, volví en paz a casa sin que nadie me dijese una palabra.

Por la tarde, a pesar de las noticias que constantemente llegaron de que la tropa hacía esfuerzos para apartar al pueblo sin conseguirlo, allí fui también a rezar el rosario. En el camino se me acercó un grupo de mujeres que habían venido de fuera. Cuando ya me aproximaba al lugar, vienen al encuentro del grupo dos militares fustigando de prisa a sus caballos para alcanzarnos. Al llegar junto a nosotras preguntan que a donde íbamos. Al oír la respuesta atrevida de las mujeres «Que no les importaba» espolean los caballos haciendo ademán de querer atropellarnos. Las mujeres huyeron cada una por su lado y en un momento me quedé sola entre los dos jinetes. Me preguntaron el nombre, que dije sin titubear. Me dijeron si era, por tanto, la tal vidente. Respondí que si. Entonces me dieron orden de ponerme en la carretera y de caminar en medio de los caballos indicándome el camino hacia Fátima.

Al aproximarme a la laguna una pobre mujer que allí vivía, cuando me divisó, a cierta distancia, entre los caballos, salió al medio de la carretera y, como si fuera otra Verónica, procuró inculcarme valor. Los soldados la obligaron a retirarse sin pérdida de tiempo y la pobre mujer quedó deshecha en llanto lamentando mi desgracia.
Llegando a un terreno que está un poco antes de Aljustrel, cerca de una pequeña fuente, al ver allí abiertos unos hoyos para estacas, me mandan parar y, seguramente para asustarme, se dijeron uno al otro: «Aquí están los pozos abiertos». Con una de nuestras espadas le cortamos la cabeza y la dejamos aquí enterrada. Así acabamos con esto de una vez para siempre». Al oír este discurso juzgué que, realmente, llegaba mi último momento, pero quedé tan en paz como si nada fuera conmigo. Pasado un momento en que pareció quedaban pensativos, el otro respondió: «No, no tenemos autorización para eso». Y me mandaron continuar por mi camino. Atravesé así nuestra pequeña aldea hasta llegar a casa de mis padres. Toda la gente se asomaba a las puertas y ventanas a ver qué pasaba. Unos reían burlándose, otros lamentaban con pena mi suerte. Al llegar a casa me mandaron llamar a mis padres. No estaban. Uno se apeó a ver si estaban escondidos. Buscó por toda la casa, y, no encontrándolos, me dio orden de no salir de allí en todo aquel día. Luego montó en su caballo y se fueron. A la caída de la tarde corrió la noticia de que la tropa se había retirado vencida por la gente; y al ponerse el sol yo rezaba mi rosario en Cova de lria acompañada de cientos de personas.
Mi padre era un hombre sano, robusto, que decía no saber qué cosa era el dolor de cabeza. Y en menos de 24 horas, casi de repente, una neumonía doble le llevaba para la eternidad. Fue tal mi dolor que creí morir también. Era el único que continuaba mostrándose amigo, y en las discusiones que contra mi se levantaban en familia, era el único que me defendía. «Dios mío, Dios mío, exclamaba yo retirada en mi cuarto, ¡nunca pensé que me tuvieras guardado tanto sufrimiento! Pero sufro por tu amor, en reparación por los pecados cometidos contra el Inmaculado» .

En tan poco tiempo nuestro buen Dios me llevaba al cielo a mi querido padre (31 de Julio de 1919), en seguida a Francisco (4 de Abril de 1919), y ahora a Jacinta, a quien ya no volvería a ver mas en este mundo. ¡Qué tristeza sentí al verme sola! En cuanto pude me retiré al Cabezo y me metí en la cueva de la roca para allí, a solas con Dios, desahogar mi dolor y derramar en abundancia las lágrimas de mi llanto.
Pasado poco tiempo llegó la noticia de que Jacinta había volado al cielo. Trajeron su cadáver a Vila Nova de Ourém. Mi tía me llevó allí un día junto a los restos mortales de su hijita con la esperanza de distraerme pero durante mucho tiempo mi tristeza parecía aumentar cada vez más. Cuando encontraba el cementerio abierto me sentaba junto a la tumba de Francisco o de mi padre y allí pasaba largas horas. Gracias a Dios la hermana del Dr. Formigao prometió a mi madre arreglar mi entrada en un colegio que entonces tenían las religiosas doroteas en España y aseguró que, en cuanto estuviese arreglado, me irían a buscar. Con todas estas cosas me distraía algo y aquella tristeza deprimente fue desapareciendo.
Se señaló, por fin, el día de la partida: 16 de junio de 1921. La víspera fui con el corazón destrozado por los recuerdos, a despedirme de todos nuestros lugares, bien cierta de que era la ultima vez que los pisaba: del Cabeco, de la Roca, de los Valiños, de la iglesia parroquial donde el buen Dios había comenzado la obra de su misericordia, y del cementerio donde dejaba los restos de mi querido padre y de Francisco, a quien todavía no había podido olvidar.

Sin despedirme de nadie, al día siguiente a las dos de la mañana, acompañada de mi madre y de un pobre trabajador llamado Manuel Correia que venia a Leiría, me puse en camino llevando inviolable mi secreto. Pasamos por la Cova de Iria para tener allí mis ultimas despedidas. Recé por ultima vez mi rosario y, ya en el camino, mientras se divisaba el lugar, me iba volviendo para atrás como diciéndole mi ultimo adiós. Y llegamos a Leiría hacia las nueve de la mañana. Me encontré con Dona Filomena Miranda, más tarde mi madrina de Confirmación, encargada de acompañarme. El tren salía a las dos de la tarde y allí estaba yo en la estación dando a mi pobre madre mi abrazo de despedida y dejándola deshecha en lagrimas de dolor. El tren partió y con él mi corazón hundido en un mar de nostalgias y recuerdos que me era imposible olvidar.

* * *

En el Colegio, Adilo do Vilar, de Oporto, dirigido por las hermanas doroteas, Lucía sintió que la voz del Señor la llamaba a la vida religiosa el 2 de octubre de 1926 y se dirigió a Tuy, en España y entró en el noviciado de las mismas hermanas doroteas, con el nombre de Sor María de la Dolorosa.
Su antiguo deseo de entrar en el Carmelo se realizó finalmente el 25 de Marzo de 1948, Jueves Santo, llegó el permiso de su Santidad Pío XII quien le concedía entrar en el Carmelo de Santa Teresa en Coimbra. Tomó el nombre de Sor María del Corazón Inmaculado.

El 10 de diciembre de 1925 aparece la Santísima Virgen a Lucía, quien poniéndole la mano en el hombro, le mostró al mismo tiempo un corazón coronado de espinas que tenía en la otra mano y le dijo:
“Mira hija, Mi Corazón coronado por espinas que los hombres me clavan con bestemias e ingratitudes. Tu al menos trata de consolarme, y a todos aquellos que por cinco meses, el primer sábado, se confiesen y reciban la Santa Comunión, recen el rosario con la intención de reparar las ofensas y me hagan 15 minutos de compañía meditando los 15 misterios del rosario con la intención de reparar las ofensas hechas a mi Corazón Inmaculado, yo prometo asistirlos, en la hora de la muerte con todas las gracias necesarias para la salvación de esas almas”.

Lucía alcanzó el cielo y a sus primitos el 13 de febrero de 2005 a la edad de 95 años.
María continúa sirviéndose de ella para preparar el mundo para el Triunfo de su Inmaculado Corazón.

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